#Momentos_Indeseados 1°: MANCORA

Viajar es una actividad que genera diversas sensaciones de felicidad y satisfacción, que suelen no ser plenas, aunque la vida occidental basada en el consumo así lo hagan creer. Sin embargo, a efectos de las actividades del ciclo vital de cada persona, es innegable que experimentar un periplo más allá de la distancia, destino o tiempo, es algo absolutamente disfrutable, estimulante y por lo tanto recomendable. 

Pero suele suceder que aparecen momentos que no tienen relación con situaciones alegres y placenteras, de las cuales no siempre se ven noticias, porque son cosas de las que, a veces, tampoco se quiere saber. Se trata de ocasiones que pueden ser tranquilamente feas, tensas y porque no hasta violentas. Por ello dedico este espacio llamado “Momentos Indeseados” a compartir pequeñas escenas ocurridas en diferentes viajes que tienen que ver con esas situaciones que no están planificadas bajo ningún concepto, que generan ansiedad, angustia, confusión y también una profunda reflexión. Sirven además para un nuevo aprendizaje acoplándose como parte misma de la experiencia no solo de viajes, sino de vida. En esta ocasión, una situación de asalto a mano armada sufrida en la zona costera de Máncora, en Perú. 

Las playas de Mancora, el calor, aguas tibias y arena dorada se nublan ante un día que empieza raro y culmina aterrador. Una hora destinada a descansar en el hostel se ve interrumpida por el intento (fallido) de una persona de entrar a la habitación.

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Tiempo antes nos habían preguntado a qué hora íbamos a salir y, no contando con cambios se planes, la situación se da justo en un horario donde se suponía estaríamos fuera. Una hora más tarde espero en el hall del edificio a un compañero de viaje para salir. Sentado en un sillón ubicado justo al lado de unas escaleras, con el respaldar rozando la baranda. De reojo avizoro un loro que desde arriba surfea a gusto por la banda. Me llama la atención la libertad con la que se mueve por la escalera casi tanto como su colorido plumaje. La conversación lleva mi vista hacia otro sector. Un dolor sorpresivo producto de un pinchazo cortante se apodera de mi hombro derecho y logro visualizar al detalle el pico del animal desgarrando con total impunidad parte de mi piel. Un movimiento rápido más un pequeño grito aleja al plumifero. Viendo el pico marcado como tatuaje, la pequeña herida va dando diferentes formas y tonalidades a un moretón que sé que dolerá, mientras de fondo escucho la risa burlona del encargado del hospedaje. Es la segunda experiencia no esperada en lo que va del primer día en este pueblo costero. Al salir de allí con dirección a la playa para disfrutar de buenas olas un ardor en la planta del pie derecho me avisa de una abeja que deja otra marca física al incrustar su aguijón; quedando la incógnita de cómo fue que llegó hasta allí. Minutos más tarde, una colega de la anterior ajusticiaría con su aguijón a mi compañero.  

Llegados a la playa nos aprestamos a disfrutar del mar, habiendo leído tanto sobre sus virtudes naturales como el tamaño de sus olas y la temperatura de su agua. De todos modos, el bullicio y constante oferta comercial no da lugar a la tranquilidad. Sin duda el loro y la abeja movilizaron el estado de alerta dejándolo a revoluciones difíciles de apaciguar. Decenas de personas se acopian en la orilla, a unos 30 metros nuestro y la curiosidad del amontonamiento me lleva a ver qué ocurre hasta toparme con la llegada de una tortuga marina a la costa, que llama la atención de toda la gente, incluyéndome. Logro ver que se trata en realidad del cadáver de un ejemplar marino, tortuga sí, pero llegado a la orilla en pedazos. No tolero ver más, y me alejo sorprendido, también enojado por la mala fortuna de encontrarme con esa situación.  

Disfrutamos lo posible del día de playa producto de la constante oferta comercial y la apabullante cantidad de gente en ese momento. Es día viernes y personas de zonas cercanas a Máncora y también provenientes de la ciudad de Piura se hacen presente en la playa más conocida. A lo último le sumamos el importante turismo, siempre presente en Perú, además un calor que invita al “chapuzón” y listo, muchedumbre. 

Vueltos al hostel, en el atardecer de un día que había arrancado arriba de un bus proveniente de la lejana Lima y se encontraba en los albores de la noche, intentamos recuperar fuerza en unas camas de puro concreto acompañada de un liviano colchón para luego de una ducha salir a cenar y conocer un poco la vida nocturna, que nos decían, suele ser muy movida. De los cuatro viajantes nos aventuramos tres, que luego de suprimir el apetito con algo al pasar compramos alguna fruta para degustarla en la playa a la luz de las estrellas. Menudo romanticismo nos acecha en un día donde los locales nocturnos aprovechan la visita para aumentar sus ventas y los pubs envuelven los ojos con luces de todos los colores y sonidos (a veces ruido) para todos los gustos. En ese momento, viendo gente que se alejaba un poco de los lugares muy luminosos, decidimos caminar a la vera del agua buscando un sitio más tranquilo para conversar y tener una mejor vista de la iluminación natural de la noche. Allí el error y confianza extrema. Caminamos talvez 3 o 5 cuadras, capaz un poco más o talvez menos. Pero llegamos a un momento donde por fin encontramos la tranquilidad. Mucha oscuridad que apenas nos permite discernir pocas tonalidades opacas para apreciar lo que es arena, mar y cielo. Nos preguntamos si debemos volver, al estar en un lugar tan oscuro. Pero vemos gente delante nuestro que continúa caminando y eso nos envalentona a seguir. En ese instante las mismas personas que habían estado caminando enfrente nuestro dan media vuelta y se dirigen a nosotros descubriendo un gran artefacto de su bolsillo que no puede ser otra cosa que no sea una pistola. La sorpresa y shock por la situación acelera el ritmo cardíaco, obnubila un poco el pensamiento y hasta surgen expresiones no coincidentes con la trama de la escena. “No… que zarpe”, tal vez el único enunciado ante el descubrimiento de las intenciones de nuestros interlocutores.  

Mi nulo conocimiento sobre armas me impide reconocer el calibre, pero su tamaño me hace pensar en todo momento de que se trata de una réplica o de un juguete. A pesar de ello, no me permito dar el lujo de dudar de la certeza del peligro que implica, a lo que atinamos solo a pedir a estos sujetos a que se mantengan “tranquilos”.  

Nos piden “money” y no se contentan con nuestra explicación de que hablamos español, lo que solo ayuda a que cambien su petición por “dinero”. Por supuesto entregamos todo al alcance incluyendo una cámara digital y un celular que ya pedía “la baja”. La turbulencia interior no condice con la tranquilidad con la que nos manejamos frente a la violencia de estas personas, que por momentos parecen estar más nerviosos que sus víctimas. Nos piden que nos sentemos en la arena mientras ellos se alejan, siempre apuntando, pero sin punto fijo. Luego cambian de parecer y nos dicen que nos metamos al agua, y esperemos allí veinte minutos bajo la amenaza de que “si no, los quemamos”. Obedecemos y accedemos a las cálidas aguas hasta la altura de las rodillas mientras observamos como los dos personajes de alejan en la oscuridad. En este caso, no cumplimos con la “regla” de los veinte minutos y atinamos a correr con dirección a la zona céntrica donde encontramos un policía a quien compartimos la horrible situación. La ayuda del oficial en cuestión se resume en pedirle a un “moto taxi” que nos acerque a la comisaría para hacer la denuncia sin cobrarnos. 

Ya en la dependencia policial hacemos la denuncia correspondiente dejando como marca mi huella digital en ese lugar, requisito para rubricar la autenticidad del trámite. Nos comentan que no suele haber robos y nos recriminan que no deberíamos andar caminando por la noche en la playa alejados de la muchedumbre, algo que, en algún punto, tenían razón. 

Volvemos al día siguiente a constatar si han dado con los asaltantes, con la ilusión de recuperar al menos la memoria de la cámara digital, siendo negativa la respuesta. Dedicamos el día (el último en Máncora) a disfrutar de las olas, ganándonos una duradera quemadura producto de la exposición al sol. Dejamos el pueblo con dirección al norte (Montañita, Ecuador) con el sabor agridulce de no haber podido disfrutar de un destino del que sólo habíamos leído escrituras placenteras. Años más tarde una de las víctimas de aquella noche pudo volver y experimentar una estadía completamente diferente en este lugar, algo de lo que todavía, no he tenido oportunidad. Sin embargo, lo hasta aquí expresado no invalidan ni las ganas de volver a aquel balneario para disfrutarlo como se debe, utilizando este robo sufrido como un aprendizaje de cuestiones a tener en cuenta, y tampoco opacan los maravillosos recuerdos que inundan mi mente al pensar en un país como Perú, con la certeza de que la misma situación lamentablemente podría haberme ocurrido en cualquier ciudad de Sudamérica y del mundo.

3 comentarios en “#Momentos_Indeseados 1°: MANCORA

  1. Avatar de vagandopormundopolis

    Madre mía, vaya día, me dolía el mordisco del pájaro, la picadura de abeja y el asalto final me ha dejado loca! Me ha encantado tu relato 😍

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    1. Avatar de consejoalviajero

      Me alegro que te haya gustado. Saludos! 😊

      Le gusta a 1 persona

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