Mis expectativas sobre Estambul antes de llegar eran altísimas. Imaginaba una ciudad llena de historia, misterio y, por supuesto, un clima más benigno que el que nos tocó. Lamentablemente, la lluvia fue nuestra constante compañía durante casi toda la estadía. Cuatro de los cinco días que pasamos allí, el agua cayó con fuerza. Aunque con Flor recorrimos todos los lugares emblemáticos, lo cierto es que nuestros pies mojados y manos heladas fueron la tónica del viaje.

A ratos, buscábamos refugiarnos en alguno de los bazares de la ciudad. No solo para ver la variedad de productos que vendían y la explosión de colores que hay en esos lugares, sino también para escapar del frío. Después de todo, comenzamos el año en Estambul, y en pleno invierno.
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Una tarde, caminábamos por una de las calles principales, la Avenida İstiklal charlando sobre el día a día del viaje. En esa calle, tan conocida y transitada por los turistas, llena de galerias de arte, cafés y lugares de culto, es que estábamos conversando sin recordar bien de qué, pero seguro que tenía que ver con la dinámica de esos días tan intensos. Siempre hemos sido bastante organizados en cuanto a itinerarios, y ese viaje no fue la excepción. Como iba a ser largo y recorreríamos varias ciudades con un presupuesto ajustado, la planificación se volvía casi imprescindible.

En medio de esa caminata, algo que ocurrió de manera inesperada me sorprendió: un hombre nos llamó la atención desde su tienda. A lo lejos, ya había escuchado que hablábamos en español. «¿Argentinos?», preguntó de inmediato. Cuando confirmamos, su reacción fue una mezcla de emoción y entusiasmo. Señalaba un escudo del Fenerbahçe en la entrada de su negocio y repetía una y otra vez: «Ortega, Ortega».
La mención de Ariel Ortega nos dejó perplejos. A mediados del año 2002, el «Burrito» había llegado a Turquía, en el equipo de fútbol del Fenerbahçe, luego de una temporada increíble con River Plate y un paso menos que afortunado por el Mundial de Corea y Japón. Su estadía en el club turco no fue la esperada, y tras poco tiempo, Ortega rescindió su contrato, lo que le valió una sanción de dos años por parte de la FIFA. Al final, regresó a Argentina para jugar en Newell’s Old Boys de Rosario.

Sin embargo, su breve paso por el Fenerbahçe no pareció haber mermado el cariño de sus hinchas, al menos no en el caso de este hombre. Para él, Ortega no era solo un futbolista más; era un símbolo, y esa admiración la había transferido, de alguna manera, a nosotros, dos viajeros argentinos.
Nos invitó a pasar a su casa de té, un pequeño mundo aparte en medio del bullicio de Estambul. En Turquía, el té es una bebida fundamental y en muchos locales se sirve sin parar, una taza tras otra, a menos que pidas lo contrario. De hecho, en varios bares a los que fuimos, varios mozos están atentos, parados cerca de las mesas, con una jarra de porcelana lista para servir el té a quien tenga la taza vacía.

El ambiente del lugar era peculiar: brillaba con espejos y colores vivos. Aunque estaba en una de las avenidas más concurridas de Estambul, dentro parecía un refugio. La agitación de la ciudad quedaba afuera, y por un rato, nos sentimos completamente aislados del ruido y la lluvia.

El hombre, además, nos obsequió una bandeja llena de dulces turcos. Entre ellos, los baklavas, esos pequeños manjares que nunca olvidaré. Estuvimos allí al menos un par de horas, disfrutando de la calidez del lugar, del té y de un ambiente absolutamente acogedor, muy distinto a lo que venía siendo la hostilidad e incomodidad que generaba el clima de la ciudad.

Sin embargo, la conversación fue mínima. El dueño de la casa de té no hablaba otro idioma que el turco, y nosotros nos manejábamos con español e inglés, lo que hacía difícil entendernos. A pesar de la barrera idiomática, su gesto de hospitalidad fue claro, y eso nos bastó para sentirnos acogidos. Además, cada tanto, desde la caja del local (cerca la puerta) nos sonreía, y se notaba que le contaba sobre nosotros a algunas personas con las que interactuaba.
En ese refugio inesperado, rodeados de dulces y té, sentimos que Ortega nos había rescatado el día. Gracias a él, pudimos escapar, aunque fuera por un rato, del inclemente clima de la ex Constantinopla, y más importante aún, sentirnos parte de algo más grande, de una cultura que, por más que fuera ajena, compartía con nosotros esa conexión intangible que surge de la admiración por un jugador de fútbol.

Aguante el burrito Ortega
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Claro que si!
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